La alergia, descrita de una manera objetiva, es una reacción alterada de nuestro sistema inmunológico. Éste responde de forma exagerada ante estímulos que, en principio, no resultan patógenos o perjudiciales para la mayoría de las personas. La misma palabra, que procede del griego, significa: «reacción extraña». El organismo se rebela con gran hipersensibilidad ante una partícula o sustancia que, si se inhala, ingiere o toca, produce un variado abanico de síntomas: desde lagrimeo, picazón, rinitis, tos, eczemas cutáneos, hasta reacciones más graves como la anafilaxia; todo dependerá del órgano afectado y del estímulo (alérgeno).
Cuando un alérgeno penetra en el organismo, nuestro sistema inmune responde produciendo una gran cantidad de anticuerpos llamados IgE (inmunoglobulina E). La sucesiva exposición al mismo alérgeno provoca que se liberen algunos mediadores químicos, como la histamina, que producirán los síntomas típicos de una reacción alérgica. Lo peor de una alergia es que, la mayoría de las veces, induce a nuestro cuerpo a comportarse igual que una ametralladora de guerra, una vez que los disparos al presunto «enemigo» se ponen en marcha, ya no hay quien la pare, aunque no haya nadie en la línea de tiro.
En la actualidad, como ya comentamos en las redes sociales, la medicina alopática trata todas las alergias con corticoides o antihistamínicos y recomienda evitar la exposición (casi) absoluta a los alérgenos, de cara a frenar la molesta sintomatología que desencadenan. Pero una terapia de evitación o bloqueo de síntomas no conseguirá por sí misma curar la alergia, sino tan solo aliviar sus incómodas manifestaciones de forma momentánea. Bajo la influencia de determinados ambientes o circunstancias, incluso, pueden darse brotes mucho más virulentos.
Además, estas medidas también acaban causando cuadros depresivos inminentes, ya que a las personas se les aconseja que se queden metidas en casa en primavera, cuando la naturaleza está más radiante, que limpien sus hogares hasta la extenuación o que sacrifiquen a sus mascotas. De igual forma, el estrés por controlar de forma constante que los alérgenos del ambiente no nos «invadan», conduce a inevitables cuadros de ansiedad, trastornos obsesivos y síndromes vinculados a comportamientos rígidos.
Según las medicinas alternativas, homeopáticas y naturales, para curar la alergia (que no encubrir) se necesita una implicación consciente de la persona que la padece. Porque en primer lugar, es muy importante entender que interrumpir los síntomas de una enfermedad no nos conduce a su sanación. Cuando actuemos sobre sus causas, que suelen ser profundamente anímicas, estaremos dando el primer paso para sanar.
El doctor Salomón Sellam, diplomado en medicina Psicosomática, afirma que las alergias no existen. Y dice: «Todo lo que callamos se convierte en un síntoma… El alérgeno es el testigo de un choque psíquico.» Conoció a un señor que cada vez que tomaba una fresa revivía (inconscientemente) aquel fatídico e inesperado día que su mujer lo abandonó frente a una plantación de fresas. La fresa, de alguna forma, quedó unida al trauma psíquico. Para el doctor Sellam, hasta que no se demuestre lo contrario, hay un componente psíquico o anímico muy importante en todas las alergias.
A veces, sondear una situación alérgica no es tan sencillo como el ejemplo de las fresas. Es decir, la mente y el alma tienen muchos más recovecos que una sencilla asociación causa-efecto. Para el doctor E. Bach, creador de las esencias florales que llevan su nombre, la alergia es una forma de «intolerancia» que reside básicamente en nuestra alma, desalineada con nuestra personalidad. Es como si nuestra alma fuera la brújula que sabe a la perfección el camino a recorrer y nuestra personalidad la hubiera extraviado.
En general, en la mayoría de las enfermedades, existe una pequeña porción vinculada a la herencia genética, ese mapa o formas más «programadas» de responder ante el mundo y que llevamos en nuestro «macuto» cuando nos apeamos en la estación de la vida. El resto lo vamos construyendo nosotros, paso a paso en nuestro devenir vital, al albur de todas nuestras experiencias.
Como ya explicamos en el anterior artículo dedicado a «los héroes con pies de barro», cuando somos niños tenemos confianza en mundo donde—más o menos— las cosas suceden a nuestra medida, proporcionándonos el abrigo y la seguridad que necesitamos para sentir y ver todo lo que nos rodea como lo más bello y bueno para nosotros. Es en este momento de nuestra infancia, tras el primer septenio de vida, en el que necesitamos «venerar», admirar, imitar y amar a algún adulto importante de nuestro entorno, que llegará a nuestra existencia igual que un escultor de nuestra interioridad. Y merced a esa «autoridad amada» podemos proyectar nuestros sentimientos de devoción por la vida, aprender los verdaderos valores y sentir vivamente que «el mundo es un lugar bello».
A esta edad, nueve-diez años, los sentimientos y las vivencias son muy importantes y decisivas (curiosamente, en las escuelas, se empeñan en cultivar el frío intelecto); de su correcta y saludable alquimia va a depender que edifiquemos un vínculo relativamente sano con la vida. Por tanto, si este desarrollo evoluciona de forma favorable y beneficioso para nuestro psiquismo anímico, cuando seamos adultos y lo recordemos, veremos revitalizada nuestra personalidad en determinados momentos en los que necesitemos esa energía interna, esos «manantiales de vitalidad» que tan lejos quedan de un envejecimiento prematuro, de enfermedades degenerativas asociadas con rigidez o de los temidos e incómodos cuadros alérgicos.
Muchos pequeños consiguen mantener en su alma, durante bastante tiempo, ese sentir de amor y belleza por el mundo, fluyendo dentro de unos márgenes normales de desarrollo. Luego, a causa de la natural evolución, de sus ciclos y ritmos cambiantes, los sentimientos se van transformando, perfilando o cobran otros matices, distintos o más difuminados.
Sin embargo, para la mayoría de los niños, en un mundo como el que tenemos hoy, esta situación es (la gran mayoría de las veces) un ideal utópico y la vida, por desgracia, no siempre es tan magnánima con ellos. A veces sucede, que este modelo de belleza se nubla o disipa o, incluso, es arrancado de cuajo como una planta tierna. Cuando en la infancia sobrevienen experiencias desagradables, encuentros incomprensibles o acontecimientos traumáticos, estos necesarios y saludables sentimientos para una normal evolución quedan rasgados y mutilados de forma inexorable. Y si esa confianza vital queda irremediablemente cercenada a tan temprana edad, el mundo ya no será ese lugar bello y seguro que debería ser. Y al no sentir esa «protección natural», el miedo se quedará a vivir en ese catre vacío y nuestra tierra será de cultivo fácil para todo tipo de neurosis, ansiedades y enfermedades relacionadas con la ultra defensa del castillo (sistema inmune), ante cualquier cosa («agente extraño») que se nos acerque y vuelva a amenazar nuestra confianza.
Es muy probable que algunas personas que de adultos desarrollan alergias (o viven determinados cambios y situaciones respondiendo de forma alérgica) dejaran de ver la belleza del mundo en un determinado momento de su infancia y en consecuencia desplegaron cierta «intolerancia» hacia él. Y cuando algo se rompe, como la confianza o ese sentimiento de beldad, ponemos en marcha toda una suerte de barreras o protecciones para evitar que nos suceda de nuevo.
Llegados a este punto, debo hacer un inciso y comentar que hoy en día, cada vez más pequeños responden con alergia ya desde bebés, solo a causa de factores ambientales o de «intolerancia» a una leche materna adulterada por diversos motivos, tanto circunstanciales como anímicos. Normalmente, las alergias se gestan en la infancia y se manifiestan en la juventud o durante edades más maduras. Pero existen alergias que son, de forma casi exclusiva, puras respuestas reactivas del organismo a estímulos dañinos del ambiente: comidas adulteradas, alimentos procesados, golosinas cargadas de aditivos sospechosos, ropa tejida con materiales poco (o nada) recomendables, juguetes tóxicos y un amplio etcétera. Es el caso de casi todas las alergias que se dan en las primeras edades.
Aquí nos estamos refiriendo a las alergias que se manifiestan con excesiva virulencia en edades más avanzadas, ante estímulos, en apariencia, sanos o ambientes normales para la mayoría de las personas.
Autor de esta entrada: © Mar Cano. Psicóloga de «Tu Espacio para Sanar-Psicología Alternativa», Logopeda y Escritora.
Imágenes: gentileza de “Google Imágenes”. Desconocemos su autoría.
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