«¿”Ejercicios para despertar”? ¡Pero si ahora estoy despierto!», exclamará más de uno al leer el título de esta entrada.
Lo de «estar despierto» es relativo, querido lector. Hagamos una prueba: coja un reloj, analógico, si le es posible, más conocido como el clásico de agujas. Siéntese en una silla. Fije su atención y su vista en el reloj. Ahora, concéntrese en este pensamiento: «Yo soy Alberto —o como Ud. se llame— y estoy ‘aquí’, en ‘este preciso instante’». Observe con cuidado el movimiento de la aguja del segundero y trate de mantenerse concentrado en la afirmación.
Veamos: ¿durante cuánto tiempo ha mantenido su atención en el aserto, en el reloj y en el transcurrir del segundero? Es probable que solo unos pocos segundos. Y por más que lo intentemos, la mayoría no somos capaces de realizar este trabajo con éxito más allá de unos instantes, esa es la verdad. Quizás nos resulte más fácil hacer algunos ejercicios físicos, de tipo repetitivo, con aparatos de gimnasio. Es más sencillo acometer durante horas este tipo de esfuerzos con el cuerpo (lo que conocemos hoy en día como «machacarse»), que tener nuestra vigilancia centrada, unos pocos minutos, en una actividad como la que hemos sugerido. Y no hemos inventado nada nuevo, amigo lector. Los alumnos recién llegados a la escuela de Gurdjieff (1) ya se enfrentaron a esta prueba. Se encontraron ante un hecho incontestable: si no soy capaz de perseverar mi concentración en un pensamiento tan simple: ¿quién o qué soy yo en realidad?, ¿dónde estoy cuando me olvido de mi mismo?
La respuesta a estos interrogantes nos remite a la continuada e inagotable actividad de nuestra mente. Algunas escuelas de Psicología identificaron de forma equívoca el «pensar» con el «pensar asociativo», el que usualmente experimentamos. Con el «pensar asociativo» nuestra atención se desplaza de una idea/imagen a otra con gran facilidad. Entonces es probable que, al tratar de llevar a cabo el ejercicio propuesto al principio, Ud. haya acabado en las Bahamas, literalmente, gracias a las poderosas inercias mentales mencionadas.
Sin embargo, pese a la realidad un poco avasalladora que supone esta clase de pensar mecánico —que normalmente no constatamos—, si Ud. persiste en este ejercicio, podrá notar (aún de forma fugaz) un breve destello del «experimentarse a sí mismo», presente en el aquí y el ahora, más allá de la corriente de las «ideas encadenadas» o pensamientos asociados.
Esto es lo que se conoce, de manera genérica, como «experiencia del despertar». Podemos llevar el experimento un poco más allá: tratemos de detener todo pensamiento que cruce nuestra mente, y concentrémonos solo y en exclusiva en el movimiento de las agujas del reloj. Obtendremos el mismo resultado, quizás más llamativo si cabe: aún sin pensar, descubro, siento que «¡estoy aquí!». Si profundizamos en esta impresión, en esta certeza, comprobaremos que nuestra percepción va más allá de una verificación razonada. Nos damos cuenta de ello con una parte de nuestro ser que, de ordinario, permanece oculta.
La mayoría de nosotros usa el lenguaje interior a modo de interminable monólogo: «tengo que hacer esto… después lo otro», «por qué no me habrá saludado fulanito», «qué mal tiempo hace…», y así ad aeternum. Los pensamientos repetitivos son la raíz de muchas de las neurosis que padecemos, parece imposible poder pararlos en ciertos momentos.
Este constante soliloquio es para algunas personas, al parecer, muy deseable; generalmente, suele coincidir que en público también despliegan este «parloteo» inagotable. Gracias a los programas más mediáticos de la TV, por desgracia, este tipo de conducta es además de bien vista, deseable. Esta cháchara sin control nos supone una inestimable pérdida de energía que bien podríamos reconducir, por ejemplo, para mejorar la salud de nuestra consciencia con ejercicios como los propuestos.
Concluimos esta reflexión, no sin antes invitar al lector a pensar sobre las posibilidades que se abren cuando trabajamos en la «experiencia del despertar» de forma más o menos regular. Lo haremos por medio de un fragmento extraído de un relato de Raymond Abellio (2), en el que apenas logra trasmitirnos con palabras el júbilo que debió de sentir al hallarse, por fin, «despierto».
«Un día, hace algunos años, paseando por los viñedos que se extienden en cornisa sobre el lago Leman y que constituyen uno de los más bellos escenarios del mundo, tan bello y tan vasto como el “Yo”, que, a fuerza de dilatarse, se siente disuelto en él y bruscamente se recupera y se exalta, se produjo un acontecimiento súbito y para mi extraordinario. Yo había ‘visto’ cien veces el ocre de la vertiente abrupta, el azul del lago, el violeta de los montes de Saboya, y al fondo, los glaciares resplandecientes del Gran-Combin. Supe por primera vez que jamás los había ‘mirado’. Sin embargo, vivía allí desde hacía tres meses. Desde el primer instante, ciertamente, este paisaje no había logrado disolverme, sino que lo que le respondía en mí no era más que una exaltación confusa. Cierto, el «Yo» del filósofo es más fuerte que todos los paisajes. El sentimiento punzante de la belleza no es más que la recuperación por el «Yo», que se fortifica con ello, de la distancia infinita que le separa de aquella. Pero aquel día supe bruscamente, que yo mismo creaba aquel paisaje, que nada era sin mí: «Soy yo quien te veo, y que me veo verte, y que, al verme, te hago.» Este verdadero grito interior es el que lanza el demiurgo a raíz de «su» creación del mundo. No sólo suspensión en un mundo «antiguo», sino proyección de uno «nuevo». Y en aquel instante en efecto, el mundo fue de nuevo creado. Jamás había visto semejantes colores. Eran cien veces más intensos, más matizados, más «vivos». Supe que acababa de adquirir el sentido de los colores, que había renacido a los colores, que jamás, hasta entonces, había visto realmente un cuadro o penetrado en el Universo de la pintura…».
(1) G.I. Gurdjieff, maestro espiritual que vivió durante el S. XX entre Rusia y Europa. Su obra, pese a resultar prácticamente desconocida en la actualidad, contiene el germen de una enseñanza inusual, denominada “El cuarto camino”, basada en el desarrollo de la consciencia.
Ser consciente de uno mismo,sentir los latidos del corazón,que marchan al unisono con el reloj y poco a poco abrir la puerta de la inmensidad,donde descubrimos el lago azul,ese lago,que tiene la llave de nuestra paz y nuestra libertad…
Mar,las letras hacen posible ese «despertar»cuando perseveramos en esa inspiración,que une el corazón,el tiempo y la inmensidad…
Mi abrazo inmenso y feliz domingo,amiga.
M.Jesús
Oh, qué verdad es lo de nuestros monólogos interiores. A mi me ayudó muchísimo durante algunos períodos, que van y vienen, la flor del Doctor Bach «White Chestnut». En momentos críticos tomada cada cinco minutos va calmando la mente inquieta. Y si a eso añadimos los ejercicios que nos propones de «presencia» y «conciencia» del reloj, ¡será magnífico!.
El extracto que compartes de Abellio me ha gustado ya que nos sumerge en el mundo de los sentidos vividos con conciencia, estar y ser conscientes de lo que vive el cuerpo a través de los sentidos, salir de la cabeza… volver al cuerpo, y compartir el júbilo del corazón inmerso en la belleza que le rodea.
¡Gracias, Mar!
¡Un abrazo cariñoso!
Hola María José, gracias por tu comentario.
Efectivamente, «volver al cuerpo» es algo más que una metáfora, es así como se experimenta la vivencia del presente, uno se aleja del mundo nebuloso de los pensamientos asociados, y puede experimentar la quietud del transcurrir del tiempo.
Sí, la flor de Bach, «White Chesnut», es muy indicada para conseguir acallar el torrente de pensamientos que a veces nos inunda, es un gran aliado para buscar la calma interior.
Seguiremos ahondando en el tema en futuras entradas.
Un abrazo.
JuanC.