Conocimos a Georg Kühlewind en un breve seminario que impartió en Madrid durante un fin de semana. En él trató de acercar sus conocimientos sobre la cognición humana al campo de la Psicología. A veces, cuando pensamos en maestros espirituales, nos viene a la imaginación la estampa de un gurú de pelo largo y sonrisa permanente en el rostro. Kühlewind distaba mucho de esta imagen. Era un europeo de los pies a la cabeza (nacido en Hungría), de talante más bien serio, aunque muy dado a hacer comentarios teñidos de un humor especial. Al recordarlo y leyendo sus libros, no nos cabe duda de que este hombre albergó en su ser a un verdadero maestro espiritual.
La espiritualidad que perseguía y desplegaba tenía relación con el logos, con el lenguaje y con las capacidades supra-conscientes del ser humano. Admirador y partidario de la meditación y el budismo zen; sin embargo, durante estas jornadas, nos dejó claro su distancia con estas creencias. En su opinión: «el zen para el hombre blanco era un imposible». Recuerdo, incluso, que al escucharlo uno de los asistentes se marchó. En realidad, la fuente de la que nacen las ideas de Georg Kühlewind está profundamente relacionada con la Antroposofía de Rudolf Steiner.
En el curso nos comunicó muchas cosas interesantes, sobre la infancia y el desarrollo de la consciencia a estas edades. Sus ideas sobre la evolución del lenguaje se distancian mucho de las corrientes imperantes, como por ejemplo la de Piaget. El punto de partida o axioma central de las teorías de Kühlewind es el ser humano y su esencia: una entidad espiritual que se encarna en un cuerpo físico. La naturaleza espiritual de cada individualidad se centra en el logos, un principio creador desde el que surge la facultad de conocer y de hablar.
Al contrario de lo que señalan otras teorías, como las «piagetianas», cuando el niño aprende el habla, lo hace a través de estas facultades cognoscitivas supra-conscientes que ya hemos mencionado al principio. Supra-consciente significa que estas capacidades se originan en un nivel que se encuentra por encima de la conciencia ordinaria y que no son asequibles de forma inmediata. Queremos hacer hincapié en el «supra-consciente» versus «subconsciente». Para Kühlewind, el subconsciente, en términos psicológicos o en el sentido que le da la Psicología Dinámica (Psicoanálisis), no existe. El «subconsciente» se compone de «formas coaguladas» del pensar que han quedado muertas, no pueden «pensarse» o son ajenas al logos. Estas formas, en muchos casos, se comparten entre las personas (el «subconsciente colectivo») porque su origen se encuentra, la mayoría de las veces, en la propia cultura; de ahí su naturaleza «colectiva».
Volvamos al aprendizaje del habla y al logos, ese principio creador desde el que surge la facultad de conocer y de hablar. Estas fuerzas de creación permiten al niño aprehender el lenguaje con el que se expresan los adultos que lo rodean. Frente a las teorías más mecanicistas de aprendizaje del lenguaje, que lo cifran como una especie de sistema de «señales/signos», el pensamiento de Kühlewind concede especial atención a las capacidades de imitación del niño que se encarnan en el aparato fonador. Es decir, el niño no sólo se instruye en un sistema de signos, también aprende a despertar y a desarrollar partes de su anatomía que están íntimamente implicadas en esta fase. La expresión más directa del lenguaje se da en el habla. El aprendizaje de la lectura y la escritura es posterior y mucho más abstracto, no intuitivo.
Cuando el pequeño está aprendiendo a expresarse, no solo se aplica en gramática o en otros aspectos más abstractos del lenguaje, en realidad está interiorizando, de forma viviente, la lengua que escucha hablar a los demás. De hecho, el estudio de la gramática llega más tarde, cuando las facultades de raciocinio ya están establecidas. El aprendizaje de una lengua es un proceso que no le supone mayor esfuerzo al niño: lo vive con gran alegría. Sin embargo, no ocurre lo mismo con la fase de lectura y escritura. Estas «fuerzas» para aprender a hablar están disponibles sobre todo en la niñez. A medida que el pequeño cumple años y alcanza ciertos hitos de crecimiento físico, como la caída de los «dientes de leche», el impulso de estas fuerzas disminuye de forma progresiva para estabilizarse al final de la adolescencia, cuando la maduración física ha llegado a término. Es decir, la facilidad de un niño pequeño para aprender una lengua está muy relacionada con estos aspectos.
Con especial entusiasmo dedicó un capítulo a los «niños estrella», portadores de nuevas capacidades cognitivas que se manifiestan a edades muy tempranas. Nos relató su primer encuentro con uno de estos pequeños, un bebé con una madre distraída en un aeropuerto. En un momento dado le dirigió su especial mirada, que produjo en el maestro un gran impacto, al encontrarse —según sus propias palabras— con una comunicación tan íntima que le conectó con lo más profundo de su ser. Kühlewind sintió cómo su alma quedaba al descubierto ante la penetrante mirada de aquel retoño.
Estos niños «especiales», bautizados en otros lugares como «índigo» o «cristal», son portadores, sobre todo, de una profunda empatía que les permite entablar contacto con los demás seres humanos de forma distinta. Viven los sentimientos y emociones de los otros como si fueran suyos. Sienten el universo emocional del prójimo en toda su amplitud. Sin embargo, estas facultades, si no se desarrollan como deben, producen más problemas que beneficios. Estas fuerzas mal encauzadas se transforman en molestos síntomas de ansiedad e hiperactividad o en comportamientos agresivos. Cuando hablamos de «niños especiales» no queremos decir que su número sea pequeño, porque no es el caso, sino que tienen una cualidad diferente. El gran problema para estos niños es nuestra sociedad materialista, cada vez más ajena a lo espiritual, y el sistema educativo, contra el que estas finas y delicadas facultades se «estrellan», como si de un muro se tratase. Sin embargo, si estas habilidades empáticas, con ayuda de una educación consciente de sus peculiaridades, llegaran a desarrollarse de forma adecuada, tendríamos un mundo mejor, poblado por personas que sentirían a su prójimo de manera muy cercana, no desde el sentimentalismo o la fría razón.
También habló de lo que le ocurre a la consciencia de la mayoría de los seres humanos cuando llegan a cierta edad. Se desarrolla una especie de «cuerpo de hábitos» o «cuerpo del auto-sentirse» que secuestra a estas fuerzas creadoras del logos. Según Kühlewind, el «sentir-se» desplaza al «sentir», a la capacidad de conocer. Nos acabamos identificando tanto con nuestro cuerpo físico, que nos olvidamos de la alegría vital que experimentábamos de pequeños al conocer el mundo. Entonces se produce una auténtica «huida hacia delante» en la que siempre buscamos sensaciones físicas nuevas; es decir, todo queda centrado en un permanente «auto-sentirse». Llega un momento en el que las capacidades cognoscitivas quedan estancadas por completo, paralizadas, ya que su posterior desarrollo correspondería a un esfuerzo consciente y por ende, voluntario, por parte de la persona. Algo que, por desgracia, no suele llegar a producirse en la sociedad y educación actuales. Por lo tanto, en lugar de tender hacia lo supra-consciente, cada vez nos hundimos más en lo subconsciente.
Respecto al papel del psicoterapeuta actual, el maestro fue muy claro. Para tratar la mayoría de los problemas psicológicos hemos de apelar a las fuerzas supra-conscientes, no a las subconscientes. Tanto es así que el terapeuta deberá desarrollar una consciencia distinta; tendrán que auparse (por así decirlo) hacia la «frontera superior» de la misma. Y esto solo se consigue por medio de ejercicios de meditación, usando lo que él denominaba la «voluntad suave». Nos indicó que para inspirarnos, debíamos usar la imagen de San Jorge luchando contra el dragón, un símbolo del combate de las fuerzas lumínicas del entendimiento, contra las oscuras fuerzas subconscientes que atenazan y retienen a la humanidad.
Kühlewind nos trasmitió, en definitiva, un profundo humanismo basado sobre todo en la comprensión de las personas. Nos trató de comunicar que, algunas veces, pese a que todo parezca perdido y el ser humano se encuentre en un callejón sin salida, siempre se puede principiar de nuevo, sólo debemos desearlo. En realidad, nuestros poderes son mucho mayores de lo que podríamos pensar, ya que están relacionados con nuestra profunda naturaleza espiritual y son portadores de poderosas fuerzas de sanación.
De entre sus libros, os recomendamos sobre todo: «De la normalidad a la salud» (1). Solo el título ya nos da una idea del carácter irónico de Kühlewind. ¿Es que acaso la normalidad no es sinónimo de salud? En realidad, no, y si os leéis este libro, descubriréis que normalidad se refiere a lo común, que no necesariamente es lo mejor. La «normalidad», en la sociedad actual que hemos creado, es lo patológico, lo que nos conduce finalmente a la enfermedad. El libro resulta intensamente divertido — el sentido del humor del maestro es genial—, esclarecedor y muy didáctico. Al final nos propone una serie de medidas terapéuticas para comenzar a sanar poco a poco la consciencia, basadas en sus famosos ejercicios de meditación y de observación.
Os dejamos con un fragmento del libro. Os animamos a que descubráis a un maestro espiritual contemporáneo, cuyos pensamientos siguen estando hoy en día, a siete años de su marcha de este mundo, de profunda actualidad.
“La ciencia procede de forma muy pasiva respecto de lo anímico. Hace tiempo que se sabe que el ser humano es un ser egoísta, pero antes uno se avergonzaba de ello; se consideraba como una enfermedad, como un defecto moral que se atribuía las más de las veces al pecado original. Hoy nos enorgullecemos de nuestro egoísmo; algún día hasta oí hablar de un “sacro egoísmo”. Es convicción científica que el ser humano es egoísta primordialmente y por “naturaleza”, y que todo lo demás, todos los modos de comportamientos morales son resultado de la domesticación de su naturaleza radicalmente asocial y “mala”. Pero aquí se confunde un acertado diagnóstico de una enfermedad con la norma de la salud. Si el mundo entero fuera un hospital de enfermos de gripe y los médicos también estuviesen enfermos, se consideraría enfermos a quienes no tosieran, no tuviesen fiebre ni catarro, y se los procuraría curar. Marx diagnosticó, con razón, que la historia y la política de su época estaban gobernadas, sobre todo, por los intereses económicos de los Estados y de las clases sociales: un acertado diagnóstico de una enfermedad. Como médico tendría que haber dicho: es así pero no debe seguir así. Pero él aceptó la enfermedad, pues se había contagiado. Sólo que, según él, la enfermedad debía de estar al servicio de otra clase.
La ciencia lo justifica todo. Si, por cualquier motivo, se generalizara andar a gatas, la física, la estadística y la ortopedia lo aprobarían sin demora como un gran progreso: es incomparablemente más estable así que de esa manera increíble de andar con las dos relativamente largas y delgadas piernas.”
(1) Georg Kühlewind: «De la normalidad a la salud» , 1997. Publicado en castellano por Editorial Mandala y Rudolf Steiner.
Autor de este artículo: JuanC.
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