Héroes con pies de barro
En la infancia y en la mayor parte de nuestra juventud poseemos ese don y sentimiento tan preciado que llamamos confianza. Gracias a ella aceptamos la mayoría de los reveses que nos va propinando la vida y que comienzan a minar el carácter, hasta casi avinagrarlo, en la etapa de la madurez.
Cuando confiamos, tenemos esperanza en un mundo donde —más o menos—, las cosas suceden a nuestra medida y sin alterar demasiado nuestros deseos egóicos. Además, la confianza se vincula a otros estados placenteros como familiaridad, seguridad, tranquilidad, sinceridad y protección. Y si somos dueños de estos sentimientos, por añadidura tendremos ánimo, aliento, entusiasmo y vigor suficientes para actuar en la vida. El coraje y la voluntad de fluir serán las banderas que ondeen, orgullosas, en nuestro barco.
Pero, ¿qué ocurre cuando perdemos estos dones o sentimientos privilegiados y la señora Desconfianza hace diana en nuestros mullidos egos?
Durante la infancia, más o menos tras el primer septenio de vida, sobreviene un momento en el que se hace evidente la necesidad de «venerar» a algún adulto de nuestro entorno. En casa vamos conformando nuestro modelo del mundo, recién separado de nosotros como entidad anímica independiente, por imitación del modelo paterno o materno. Las niñas comienzan a fijarse en los papás y los niños en las mamás. Y en la escuela escogemos aquel maestro o maestra que nos presenta el mundo y la vida como algo bello, brillante y limpio. Son patrones a imitar, guías donde apoyarnos para continuar nuestro desarrollo como incipientes «yoes» humanos. Son «autoridades amadas» muy necesarias en el devenir de nuestra educación y decisivas en mantener la alquimia de un sentimiento tan poderoso como la Confianza. Por supuesto, también sufrimos decepciones cuando somos niños, pero aún contamos con esas tijeras mágicas para recortarlas a nuestro antojo y convertirlas en incipientes ilusiones que todavía están por llegar.
A lo largo de la adolescencia y parte de la juventud, algunas de nuestras «autoridades amadas» se convierten en «héroes con pies de barro» por efecto de esa natural oposición evolutiva hacia el mundo. E igual que en la parábola del profeta bíblico Daniel, lo que antes aparecía resplandeciente y grande ante nuestros inocentes ojos infantiles, ahora se desploma con un soplo. Los padres o los profesores son nuestros mayores contrincantes de esgrima y los principales motivos de revolución hacia todo lo que suene a «familia» y «costumbres establecidas». Necesitamos levantar otros «ángeles» a los que adorar, crear otros ídolos que conquisten una parte de nuestro entusiasmo. Héroes o heroínas que nos devuelvan la recién dañada confianza y que nos conduzcan de nuevo a sentir la seguridad que proporcionan la esperanza y el coraje de vivir. El cantante o la cantante de un afamado grupo musical, el/la protagonista de una novela o película, por ejemplo, nos mantendrán a flote una buena temporada ayudándonos a confrontar un mundo que cada día se vuelve más confuso y delusorio y a perfilar un ego que se densifica a ojos vistas.
Solo algo más tarde, a medida que vamos conquistando el quid pro quo tan asentado en las relaciones adultas, nuestros jardines son asaltados por diversas malas hierbas. Entre ellas, la más abundante: destitutione officinalis, más comúnmente conocida como: doña Decepción, que crece y crece sin apenas tregua que la frene. De forma básica se alimenta de cinismo, traición y sobre todo de miedo, mucho miedo. Miedo al rechazo, al abandono y al desprecio social. Pero fundamentalmente es el miedo a sufrir de nuevo el dolor del mandoble de alguien a quien amamos o en quien confiamos, el que nos convierte en criaturas desconfiadas y recelosas con la vida.
En realidad es nuestro ego, el prístino miedo a perder nuestra identidad, a «no ser nadie», a morir, el que sustenta la falsa creencia o prejuicio de que la desconfianza nos protege del daño que otros puedan infligirnos o del peligro de situaciones desconocidas.
El miedo es la emoción básica responsable de enterrar ese coraje y voluntad de fluir con los que arribamos al mundo y con los aprendemos a sembrar una flor tan necesaria como la Confianza.
Recuerdo el caso de un joven de unos treinta y tres años. Llegó a consulta con síntomas evidentes de una profunda depresión. Su pareja, después de intentar vivir juntos en dos ocasiones, le había dejado por segunda vez y él ya no tenía ganas de seguir «jugando a la vida». «Tocado y hundido… jaque, mate», me dijo con lágrimas en los ojos, «no sé cómo va a ayudarme usted…». La confianza de L. se había dañado gravemente y no iba a resultar una tarea sencilla restaurarla para que cogiera las riendas de su vida de nuevo. Lo primero y más importante era que confiara en mi, lo demás llegaría poco a poco. Su buena disposición, motivada muy probablemente por la gran desesperanza que sentía y el miedo a hundirse para siempre, fue fundamental en todo el proceso. Durante los primeros meses apoyamos la terapia con Flores de Bach y L. comenzó a dejar su gran herida al descubierto para desinfectarla y sanarla. Un trabajo ordenado: un día concreto a la semana, a la misma hora y con idénticos protocolos y rutinas en cada sesión, le dieron a L. buenos motivos para empezar a avivar algún rescoldo de su extinguida confianza. Necesitó casi un año y medio de trabajo terapéutico, pero consiguió recuperar de nuevo la alegría de vivir y las ilusiones por las pequeñas cosas de su vida, que ahora amaba más que nunca. Su mayor recompensa (y mi gran satisfacción) fue, dos años después, encontrarme a L. en la calle: se había enamorado otra vez, estaba casado y tenía una bebita preciosa. Nunca podré olvidar el abrazo que me regaló cuando nos despedimos: «lo lograste tú solo, L.; yo solo te di la mano para levantarte de tu caída. No lo olvides nunca: fueron tu tenacidad y disciplina las que conquistaron lo que necesitabas para sanar tus “heridas de guerra”. Contigo yo también aprendí y crecí…», le dije con una sonrisa.
Autor de esta entrada: © Mar Cano. Psicóloga de “Tu Espacio para Sanar-Psicología Alternativa”, Logopeda y Escritora.
Imagen: gentileza de “Google Imágenes”, desconocemos su autor.
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