«Nada te turbe, nada te espante… Todo se pasa… La paciencia todo lo alcanza. Eleva el pensamiento, al cielo sube, por nada te acongojes, nada te turbe. (…)Venga lo que venga, nada te espante. ¿Ves la gloria del mundo? es gloria vana; nada tiene de estable, todo se pasa. (…)Pero no hay amor fino sin la paciencia. Confianza y fe viva mantenga el alma, que quien cree y espera todo lo alcanza». Santa Teresa de Jesús.
Todos atravesamos, vivimos, momentos difíciles y complicados a lo largo de nuestra existencia. En más de una ocasión he tenido que escuchar la consabida y tópica frase de: «Bueno, tú como eres psicóloga, lo tendrás más fácil porque sabes más cosas…». Recuerdo que al principio me molestaban este tipo de comentarios, pero con el tiempo y al estilo de un guerrero ninja, me armé con dos buenos escudos para que la «flecha» rebotara y no llegara a mayores: «No señor, señora… consejos vendo que para mí no tengo» o «En casa del herrerillo cuchillo de palillo».
Los psicólogos, debido al cariz tan delicado de nuestro trabajo, necesitamos (quizás más que nadie) acudir de vez en cuando a otros colegas que nos ayuden a levantar cabeza, sí, nuestra cabeza también es vulnerable y se cae como la de cualquiera. Un terapeuta no puede inmiscuirse en el mundo emocional de otra persona si el suyo propio no está en orden o, al menos, un poco más equilibrado.
Lo dicho, uno se dedica a «vender consejos», pero cuando llega un momento de eclipse algo prolongado, de esos que se alargan más de la cuenta y en los que tan solo un rayito de sol constituye un perezoso recuerdo, una gota de agua en el desierto, se encuentra la saca vacía… Sin embargo, (por fortuna), existen personas muy especiales que aparecen en ese recodo oscuro para «venderte», recordarte, sus sanadores «consejos» y para ayudarte a inflar el fuelle otra vez. Ayer, alguien me recordó este oportuno cuento del acervo popular que tantas veces he contado yo durante una terapia. Fue un verdadero alivio escucharlo desde sus cálidas y humanas intenciones.
Gracias, querida Marta.
Cuando penséis que os encontráis inmersos en el peor momento de vuestras vidas, ese que parece eterno y sin posibilidad de escapatoria, aquel en el que la pesadumbre y la agonía de un día se ensambla en el siguiente, como una penitencia incomprensible… acudid al recuerdo de este bálsamo en forma de cuento y el alma os dará una tregua. Palabra de Sanadora.
El Anillo Del Rey
Hubo una vez un rey que dijo a los sabios de la corte:
—Me estoy fabricando un precioso anillo. He conseguido uno de los mejores diamantes posibles. Quiero guardar oculto dentro del anillo algún mensaje que pueda ayudarme en momentos de desesperación total, y que ayude a mis herederos, y a los herederos de mis herederos, para siempre. Tiene que ser un mensaje pequeño, de manera que quepa debajo del diamante del anillo.
Todos quienes escucharon eran sabios, grandes eruditos; podrían haber escrito grandes tratados, pero darle un mensaje de no más de dos o tres palabras que le pudieran ayudar en momentos de desesperación total…
Pensaron, buscaron en sus libros, pero no podían encontrar nada. El rey tenía un anciano sirviente que también había sido sirviente de su padre. La madre del rey murió pronto y este sirviente cuidó de él, por tanto, lo trataba como si fuera de la familia. El rey sentía un inmenso respeto por el anciano, de modo que también lo consultó. Y éste le dijo:
—No soy un sabio, ni un erudito, ni un académico, pero conozco el mensaje. Durante mi larga vida en palacio, me he encontrado con todo tipo de gente, y en una ocasión me encontré con un místico. Era invitado de tu padre y yo estuve a su servicio. Cuando se iba, como gesto de agradecimiento, me dio este mensaje –el anciano lo escribió en un diminuto papel, lo dobló y se lo dio al rey-. Pero no lo leas –le dijo- mantenlo escondido en el anillo. Ábrelo sólo cuando todo lo demás haya fracasado, cuando no encuentres salida a la situación.
Ese momento no tardó en llegar. El país fue invadido y el rey perdió el reino. Huía en su caballo para salvar la vida mientras sus enemigos lo perseguían. Estaba solo y los perseguidores eran numerosos. Llegó a un lugar donde el camino se acababa, no había salida: enfrente había un precipicio y un profundo valle; caer por él sería el fin. Y no podía volver porque el enemigo le cerraba el camino. Ya podía escuchar el trotar de los caballos. No podía seguir hacia delante y no había ningún otro camino…
De repente, se acordó del anillo. Lo abrió, sacó el papel y allí encontró un pequeño mensaje tremendamente valioso, simplemente decía:
«ESTO TAMBIÉN PASARA».
Mientras leía «esto también pasará» sintió que se cernía sobre él un gran silencio. Los enemigos que le perseguían debían haberse perdido en el bosque o equivocado de camino, pero lo cierto es que poco a poco dejó de escuchar el trote de los caballos. El rey se sentía profundamente agradecido al sirviente y al místico desconocido. Aquellas palabras habían resultado milagrosas. Dobló el papel, volvió a ponerlo en el anillo, reunió a sus ejércitos y reconquistó el reino.
El día que entraba, de nuevo victorioso, en sus fueros hubo una gran celebración con música, bailes… El monarca se sentía muy orgulloso de sí mismo. El anciano estaba a su lado en el carro y le dijo:
—Majestad, este momento también es adecuado…, volved a mirar el mensaje.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el rey—. Ahora estoy victorioso, la gente celebra mi vuelta, no estoy desesperado, no me encuentro en una situación sin salida.
—Escuchad —dijo el anciano—: este mensaje no es sólo para situaciones desesperadas; también es para situaciones placenteras. No es sólo para cuando estéis derrotado; también es para cuando os sintáis victorioso. No es sólo para cuando sois el último; también es para cuando sois el primero…
El rey abrió el anillo y leyó el mensaje: «Esto también pasará…», y nuevamente sintió la misma paz, el mismo silencio, en medio de la muchedumbre que celebraba y bailaba; pero el orgullo, el ego, habían desaparecido. El rey había comprendido el mensaje, se sentía iluminado. Entonces el anciano le dijo:
—Majestad, recordad que «todo pasa». Ninguna cosa ni ninguna emoción son permanentes. Como el día y la noche, hay momentos de alegría y momentos de tristeza. Acéptalos como parte de la dualidad de la naturaleza porque son la naturaleza misma de las cosas.
Autor de esta entrada: © Mar Cano. Psicóloga de «Tu Espacio para Sanar-Psicología Alternativa», Logopeda y Escritora.
Imagen tomada por la autora.
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