Si ha leído nuestra anterior entrada: «Ejercicios para despertar», recordará que en ellos, en apariencia sencillos, perseguíamos acercarnos a la «vivencia del estado de alerta», una consciencia diferente que ayuda a agudizar las percepciones y en donde descubrimos el «estar» de uno mismo en el presente.
Si ha conseguido experimentarlo, tan siquiera por atisbo, es probable que desee realizar de nuevo el esfuerzo para vivirlo otra vez. Sin embargo, bien pronto encontrará otra dificultad, que es tan grande como llegar a esta experiencia por primera vez: repetirla de nuevo.
Puede que Ud., amigo lector, piense que es tan sencillo como introducir estas prácticas en la rutina, tal y como recomiendan la mayoría de instructores de meditación: crear un espacio cotidiano donde uno se recoge y desarrolla estas vivencias. Pero en esta variedad de «meditación activa» (la llamaremos así), pretendemos repetir esta experiencia en cualquier momento del día o circunstancia en la que nos encontremos. Y para ello, debemos desarrollar la capacidad, tan especial y concreta, de traer a nuestra memoria este «experimentar». En la escuela de Gurdjieff lo llamaban: «el recuerdo de uno mismo». Cuando uno se encuentra en este estado, además de agudizarse la percepción del «Yo», se da cuenta de lo diferente que resulta respecto al resto de vivencias del día.
Si conseguimos repetir este ejercicio, viviremos algo curioso: de inmediato recordaremos la vez anterior en la que logramos «despertar». Es como si pudiéramos vivir en dos vidas distintas, la cotidiana, y la excepcional de la presencia del Yo, la del presente. Por eso, nos parece muy acertado que Gurdjieff y sus seguidores llamaran así, «recordarse a uno mismo», a dicha capacidad.
Volviendo al ejemplo de la meditación tradicional, en la que uno se aísla en un ambiente tranquilo, cierra los ojos y trata de «vaciar» su mente de contenidos; en las «experiencias de despertar» buscamos llegar a tal estado, como decíamos, en cualquier momento del día. Por ejemplo, durante un paseo. Lo normal, cuando caminamos, por bonito que sea el paisaje o el entorno en el que nos encontramos, es que terminemos sumidos en nuestro murmullo interior de pensamientos asociativos. Pero podemos invocar el estado de alerta… con sólo recordarlo. Es un ejercicio de pura voluntad, una especie de enfoque intenso de la percepción. Si logramos «recordarnos» mientras paseamos, entonces disfrutaremos verdaderamente de nuestra presencia en ese lugar y momento concretos, ya que durante un lapso de tiempo, más o menos corto, podremos «ser».
Otro ejemplo. Es curioso lo envolvente que resulta la experiencia de ver una película en el cine. Nos olvidamos de que estamos en una sala a oscuras, mirando una gran pantalla, iluminada por un proyector desde detrás de nosotros. Tanto es así que, si la historia nos engancha, nos sumergiremos en ella y nos olvidaremos, literalmente, de que estamos allí (si no nos gusta la película, ocurrirá lo contrario). Sin embargo, si somos capaces de invocar el estado de presencia o alerta, experimentaremos cómo abandonamos lo que ocurre en la pantalla y podremos percibir la sala de cine en sus distintos elementos. Es un buen truco para una película de terror, en ese momento de clímax angustioso, que no sabemos dónde meternos porque parece que nos van a ocurrir las mismas desgracias que vemos en la gran pantalla. Si conseguimos «recordarnos» en ese instante, obtendremos una pausa momentánea y podremos escapar de la “pesadilla” (voluntaria) a la que nos hemos sometido.
Para finalizar, hablaremos de un efecto colateral que se produce cuando hacemos más usuales las «experiencias de despertar». Nos ocurrirá, tarde o temprano, que desarrollaremos en nuestros sueños esta misma capacidad. En «Viaje a Ixtlan» (1), de Carlos Castaneda, el autor relata cómo el brujo Don Juan Matús le da instrucciones específicas para despertarse en sus sueños. Uno tiene que desarrollar la intención, durante la vigilia, de mirarse las manos: las levanta, delante de la cara, y fija su atención en ellas. El problema es recordar, durante el día, el realizar este simple gesto en cualquier momento. Si insistimos en esta sencilla práctica, llegará una noche en la que, sin previo «anuncio» de clase alguna, uno se despierta dentro de su sueño mirándose las manos. Entonces el sueño «se arma» a nuestro alrededor y, lo que usualmente vivenciamos de forma vaga y nebulosa, se transforma en una experiencia perceptiva más intensa, si cabe, que el «despertarse» durante la vigilia. En el fondo, lo que Don Juan perseguía era, ni más ni menos, que su discípulo desarrollara el poder de «recordarse a sí mismo», mediante ejercicios de atención muy semejantes a los que nosotros hemos propuesto.
Por desgracia, mantenernos «despiertos» dentro de un sueño requiere un esfuerzo mayor incluso que «despertarnos» durante la vigilia, por lo que estas experiencias suelen ser, al principio, muy volátiles (aunque no menos significativas).
Despedimos el presente artículo con una pequeña cita del libro «Fragmentos de una enseñanza desconocida» (2), que escribió uno de los principales seguidores de Gurdjieff: P.D. Ouspensky.
«Dos días después de la partida de G. (Gurdjieff), yo caminaba por la calle Troitsky; de repente vi que el hombre que venía hacia mi estaba dormido. No podía haber la menor duda. Aunque sus ojos estaban abiertos, andaba manifiestamente sumergido en sueños, que le corrían por la cara como nubes. Me sorprendí pensando que si pudiera mirarlo durante bastante tiempo, vería sus sueños, es decir, comprendería lo que él veía en sus sueños. Pero el hombre pasó. Después vino otro, igualmente dormido. Un cochero dormido pasó con dos clientes dormidos. Y de repente me vi en la situación del príncipe de “La Bella Durmiente”. Todo el mundo a mi alrededor estaba dormido. Era una sensación precisa, que no dejaba lugar a duda alguna. Entonces comprendí que podíamos ver, ver con nuestros ojos, todo un mundo que no vemos habitualmente. Esas sensaciones duraron varios minutos. Al día siguiente, se repitieron, muy débilmente. Pero luego hice el descubrimiento de que al tratar de recordarme a mi mismo, podía intensificarlas y prolongarlas por tanto tiempo como tuviera energía para no permitir que lo que me rodeaba acaparase mi atención. En el momento en que ésta se dejaba distraer, cesaba de ver a los “dormidos”. Porque evidentemente yo mismo me había hundido en el sueño. No hablé de estas experiencias sino a un pequeño número de nuestros amigos; dos de ellos experimentaban sensaciones análogas cuando trataban de recordarse a sí mismos.»
(1) Carlos Castaneda: «Viaje a Ixtlan», 1972. Publicado en castellano por Fondo de Cultura Económica, México D.F.
(2) P.D. Ouspensky: «Fragmentos de una enseñanza desconocida», 1949. Publicado en castellano por Editorial Ganesha, Buenos Aires.
Autor de este artículo: JuanC.
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