«Si queremos festejar cristianamente la Navidad, debe haber en nosotros un pastor y un rey. Un pastor, que sabe oír lo que otros no oyen; que con todas sus fuerzas de entrega vive bajo el cielo estrellado; a quien los Ángeles desean revelarse. Y un rey que sabe regalar; que sólo permite que lo guíe la Estrella en las alturas; que se pone en camino para entregar todas sus dádivas junto a un pesebre. Pero además del pastor y del rey ¡debe haber un niño en nosotros, que ahora quiere nacer!» Friedrich Rittelmeyer
Cuando abandonamos el territorio de la infancia, poco a poco, nos damos cuenta de muchas cosas que quizás, en aquella época, quedaban difuminadas por los sueños o escondidas detrás de nuestras ilusiones. Unos deseos vírgenes, todavía sin adulterar por la funesta maraña de confusas emociones que nos acompañan cuando pegamos el estirón.
Cada año percibimos una y otra vez que la Navidad, tal y como la vivimos las sociedades modernas, no nos gusta a nadie. Sentimos, respiramos un ambiente en general de disgusto y tristeza. Es más, a algunas personas, incluso, les molesta abiertamente que se las felicitemos. La Navidad y su espíritu de festejo provoca reacciones de toda índole y puede, incluso, sacar lo peor de uno para hacer esgrima con su «sombra».
Desde luego, las «navidades» de este siglo constituyen una pesada carga para muchas personas, un lastre que no sabemos aligerar, un tiempo que hemos olvidado cómo vivir. Compromisos por los que patalean nuestras almas y comilonas que dejan exhausto a nuestro templo de carne y hueso, ¿alguien da más?
Hace años viví una profunda transformación en mi vida. Todo cambio o crisis vital nos conduce casi siempre y de forma inexorable a estados depresivos más o menos intensos. Mi depresión toco fondo e hizo diana en plena Navidad. Todos mis principios, mi fe, mi confianza, mi moral, comenzaron a tambalearse como un edificio en medio de un terremoto. Y ese tsunami emocional sepultó todo lo que me servía (para seguir colgando de un hilo…) hasta entonces. La necesidad de un nuevo comienzo abofeteó mis mejores intenciones… Entonces lo descubrí: una lectura sobre las «Navidades» de mi querido y admirado Kühlewind acudió en mi ayuda para arropar un alma que tiritaba entre montañas de dudas y de todo lo que había arrastrado el temporal. Solo el título ya chispeó en mi ánimo igual que una estrella. A continuación os transcribo el texto, breve pero intenso:
«Depende de ti, comienza, se trata de ti.» (Mensaje del cuadro de la Anunciación)
«(…) Si echamos una mirada retrospectiva sobre nosotros mismos, parece como si precisamente el carácter de sacrificio, de las tareas que nos tocan cada vez —acordémonos de la frase de Simeón(Lc 2,35): «y una espada traspasará tu misma alma»—, librase al ser humano de caer en una especie de delirio de grandezas. Pues nuestra condición de «ego», la egoidad, no asume estas tareas de buena gana: éstas nunca son cómodas, nunca son populares, nunca son de importancia. No tenemos que tratar con dragones o enemigos visibles, ni con tentaciones en gran escala: se trata de las pequeñas y poco importantes tareas de una peregrinación por el desierto, cuyo final no se ve. Al estar encarceladas en la consciencia de lo sin vida, las tareas encomendadas parecen irrealizables… Uno no puede engañarse durante mucho tiempo con frases hechas, palabras rimbombantes, con conocimientos sobre la vida del espíritu: una y otra vez, uno tropieza con (la mente) las facultades que han permanecido sin cambiar y se da cuenta de que se ha detenido. La consecuencia necesaria es el error, y sólo por el “’horror” de ser uno mismo un “error” queda uno «expuesto», a causa del equilibrismo de la inseguridad, al espacio (o no espacio) de la reflexión sobre sí mismo, al ante patio de la vida espiritual. Es en el patio del alma consciente donde se puede descubrir el lugar en el cual la semilla del Logos espera oculta: una semilla que es propia del alma y que puede crecer por sí sola. Crece si el ser humano la cuida; disminuye, se convierte en germen de enfermedad, si el ser humano no la cuida, no vela por ella. El Logos duerme como invernando en el regazo del alma y, sin embargo, a la vez la abraza. En invierno, uno no puede saber si la semilla germinará o irá muriendo.
¡El sentirse concernido por el pasaje de un texto puede ser un principio!
(«Navidades», Georg Kühlewind, 1998)
Recuerdo que reflexioné sobre la misma palabra «Navidad» escrita en plural: cómo la simple adicción de un sufijo era capaz de cambiar el sentido más profundo de aquel vetusto sustantivo. «Navidad» es una forma abreviada de «Natividad», y «Natividad» significa «Nacimiento». Decimos «Navidades», por lo visto, para englobar el inicio de esta festividad hasta la de la Epifanía o Reyes. Pero «Nacimiento», en Navidad, solo hay uno.
Y es que a mí lo de «Navidades» me sonaba a compromisos a tutiplén, es decir, a aquellas cosas que menos deseamos hacer y que, en gracia y honor a los «debes» y «haberes» sociales, debemos acometer sí o sí. Regalos, reuniones familiares y semblante festivo (incluida sonrisa) según mandan cánones y tradiciones, nos zarandean hasta dejarnos desnudos y maltrechos. No nos engañemos, la sonrisa surca nuestras comisuras justo cuando toda la parafernalia y el conjunto de despropósitos concluyen. Eso sí, con la firme promesa de su regreso.
La lectura del maestro Kühlewind también me llevó a recapacitar sobre el por qué de tanto sinsabor en esta época. Por qué celebrar un Nacimiento se convierte en un tiempo tortuoso de lamentos, angustia y tristeza, en un verdadero calvario. Nuestros antepasados celebraban los «Nacimientos» especiales con alegría, orgullo y con el corazón pleno de esperanza, ¿por qué nosotros sentimos tanta pena y ofuscación? La respuesta no se hizo esperar: el control, esa absurda necesidad que sentimos los seres humanos de querer «controlarlo» todo, de tener las cosas bien sujetas no vaya a ser que nos equivoquemos, ¡menuda tragedia! Pero lo que ignoramos, por desgracia, es que esa aparente exigencia de dominio nos anula las ilusiones, nos dinamita la espontaneidad que vivíamos sin ataduras y de forma natural cuando éramos unos niños.
Resulta muy difícil en esta época profusamente materialista calentar nuestras almas con brasas espirituales. La terrible crisis económica que vivimos choca de bruces con la pertinaz llamada al consumismo que se ejercita en estas fechas. Parece ser que la alegría está en las cosas más caras e inalcanzables, y eso es lo que mina nuestras mejores intenciones. Ya no hay dinero… y ahora, ¿qué hacemos?
Es muy complicado ofrecer una respuesta unánime. Somos muy distintos y cada persona necesita recorrer su camino, vivenciar sus propias experiencias para darse cuenta de que la «Navidad» es un nacimiento, un principio, un nuevo comienzo, un aliquid novi . Pero esta vivencia solo puede transitar nuestros corazones, el de cada uno. Nadie puede decirnos como debemos sentir: es un descubrimiento al que debemos arribar poco a poco…
La creciente luz de este solsticio invernal nos invita a la «Natividad» de algo nuevo en nuestra vida: «depende de ti, comienza, se trata de ti». Y así, como preconizaban los que nos precedieron, todos los años podríamos «volver a nacer», a concedernos una ocasión para renovar toda la negatividad que hemos ido acumulando a lo largo del año.
Nuestros sentimientos son libres y de ninguna manera podemos (ni debemos) sentir lo que desde fuera nos viene impuesto como una rígida orden militar, ese deseo gregario que subyace de hacer todo el mundo lo mismo. Sin embargo, podemos aprovechar esa misma libertad en nuestro sentir para sobrevolar las ridículas obligaciones sociales de esta época carente de valores y anegada de tópicos. Llamemos a las «tradiciones», las verdaderas, las que se viven desde el corazón, por su auténtico nombre. Como dicen los poetas: las raigambres genuinas anidan en el alma. Ellas nos permitirán mirar las cosas con otro talante, pensar en los nuevos proyectos y en todo lo que aún queda por hacer y vivir.
Sanar nuestras «navidades» tratando de ver grandeza en lo más pequeño y de disfrutar de las cosas más sencillas, sin grandilocuentes apariencias o copiosos banquetes.
Qué, amigos «Sanadores»… ¿lo intentamos?
Porque depende de ti, comienza, se trata de ti…
¡Tu Espacio para Sanar os desea un propicio y sanador año nuevo!
Autor de este artículo: Mar Cano. Psicóloga de “Tu Espacio para Sanar”, Logopeda y Escritora.
Imagen de encabezamiento del texto por gentileza de “Google Imágenes”, desconocemos su autor.